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La mañana de este lunes, el mundo despertó con una noticia que estremeció a millones: el papa Francisco, el pontífice de los humildes, el pastor de los que sufren, falleció tras haber compartido momentos llenos de simbolismo durante el fin de semana de Pascua.
Jorge Mario Bergoglio, nacido el 17 de diciembre de 1936, se convirtió en el 266.º Papa de la Iglesia Católica el 13 de marzo de 2013. Conocido por su cercanía, sencillez y compromiso con los marginados, Francisco vivió sus últimos días con una fortaleza espiritual que conmovió a todos.
A pesar de su frágil estado de salud, Francisco realizó breves, pero significativas apariciones durante la Semana Santa, en lo que ahora muchos ven como una despedida silenciosa, pero profundamente simbólica.
El Jueves Santo, dedicó media hora a visitar una prisión en Roma, fiel a su misión de llevar consuelo a los olvidados. El sábado, se le vio recorrer la Basílica de San Pedro, un lugar que marcó su pontificado. Y el Domingo de Pascua, aunque no presidió la misa, apareció en el balcón central del Vaticano para dar su última bendición “Urbi et Orbi”, palabras que resonaron con una voz débil, pero firme: “Hermanos y hermanas, ¡Felices Pascuas!”.
Sin cánula nasal, sonriendo, y saludando desde el papamóvil, el papa volvió a recorrer la Plaza de San Pedro, entre vítores, palmas y lágrimas de los fieles. Fue la primera vez que se le vio así desde su última hospitalización, como si quisiera que su pueblo lo viera por última vez como siempre fue: cercano, presente, lleno de amor.
Pocas horas antes de esa bendición final, mantuvo una reunión privada con el vicepresidente de Estados Unidos, J.D. Vance, demostrando que hasta el final, fue un puente entre los pueblos y un símbolo de diálogo universal.
Hoy el mundo despide a Francisco, el papa de la misericordia, de los gestos pequeños pero profundos, el hombre que transformó corazones y rompió barreras. Su partida no es el final, sino el comienzo de un legado eterno que seguirá inspirando generaciones.
